El primer reloj que me regalaron fue con siete años. Era muy
pequeño y de un blanco impoluto, acuático, no me lo quite hasta que se deshizo
la correa del uso. Desde entonces lleve reloj a temporadas pero descubrí muy pronto
que mi tendencia al control del tiempo se desarrollaba de manera casi obsesiva.
Si llevo reloj lo miro constantemente, es como un tic que me
gana la partida, lo hago inconscientemente, como ajustar mis gafas a la nariz
con un pulsar de mi dedo.
Empecé a darme cuenta que no me gustaba controlar tanto mi
tiempo que siempre parecía fluir muy rápido y comencé a quitarme el reloj en
cuanto salía de trabajar. Aún así llegaba extremadamente puntual a los sitios
(herencia materna).
Cuando me vine a vivir a Madrid deje de quitarme el reloj
tanto, parecía que lo necesitara más. Me deje llevar por el fluir de la vorágine
de la constante prisa en esta ciudad. Aunque siempre me jure que no correría para
coger un metro lo hago constantemente,
ahora menos porque voy andando siempre que puedo.
Hace un tiempo que ya solo me quito el reloj cuando estoy de
vacaciones y a veces ni eso.
El sábado volví a mis viejas costumbres, antes de irme a
dormir me quite el reloj. Un domingo sin
reloj, dejándome llevar por el momento si es bueno sin pensar que es tarde o
temprano, comer cuando tengo hambre no ahora porque es la hora. Disfrutar todo
lo que pueda del tiempo sin pensar en él como esas pequeñas porciones
invisibles que cuadriculan y dirigen mi vida durante la semana.
Huir del tiempo es casi imposible, el ordenador tiene reloj,
el móvil ,la tele, en todas partes hay un reloj, un tic tac constante, ese
sonido implacable que nos marcan los ritmos de nuestra vida ya bastante marcada
por constantes que nos han impuesto y hemos aceptado inconscientemente.
Pero no perdemos nada con intentarlo.
Silvia Piquer.
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