19 marzo 2014

Lo que cuesta un cambio.


Hace unas semanas mantuve una conversación con una amiga sobre lo mucho que le cuesta cambiar de banco o de compañía telefónica a la gente. Hablábamos sobre todo de la generación de nuestros padres pero si miramos hacia dentro nuestra generación peca también del coste del cambio.
No nos gustan los cambios, pero tendemos a asumirlos con frases que ya son casi un refrán, “Mismo perro diferente collar”, “Más vale malo conocido...”, etc...

El temor del cambio es si cabe un síntoma un poco difuso, las multinacionales se gastan millones en convencernos que ellos y su novedad son lo que necesitamos pero la verdad es que la mayoría de veces pensamos que nos están vendiendo la moto como tantos otros. Y entonces callamos, tragamos y aporreamos la barra del bar mientras nos quejamos, derecho de este sumiso pueblo.

Quejarse es parte de nosotros tanto como la paella, aunque de lo primero no solemos presumir tanto, pero está ahí, quejarse es gratis, ¿Por qué no hacerlo?
Yo personalmente estoy hasta los c***nes de tanta queja. Quéjate a quien debas, quéjate para que sirva de algo, pero no te quejes solo porque si.

Una buena parte de ser minimalista es concentrarse en aquello que tenemos (mucho por otra parte si lo pensamos bien) y decidir qué hacer con ello. Yo tenía un contrato con Orange y como en realidad no estaba de acuerdo ni con su política ni con sus precios, decidí agotar mi permanencia y cambiar de compañía, no sin antes dejarles claro porque me iba. Lo mismo pasó con los bancos.  Ahora tengo acuerdos con quien quiero tenerlos, acuerdos que me compensan como usuario. Cuando dejen de compensarme, dejare de tenerlos y buscare alternativas.

Tenemos aquello que merecemos es una verdad como un templo en muchas de las cosas que nos rodean, y quejarnos sin ton ni son por aquello que hemos decidido aceptar sin luchar solo tiene un sinónimo: estupidez humana.

Si no estás de acuerdo en algo cámbialo. No siempre podrás lograrlo pero intentarlo no te matara. Quéjate productivamente. Si no estás de acuerdo con la política de una empresa deja de comprar, pon una queja real (se llama LIBRO DE RECLAMACIONES), visita Facua (Consumidores en acción), denuncia en Internet para que pueda servir de ayuda tu experiencia a otros.

Y recuerda que pagarlo con el trabajador que nos atiende no es la solución porque esa persona es un “mandao” y no tiene porque hacerte el trabajo. Si tienes algo que decir, descubre a quien debes decírselo y no lo pagues con el primero que te encuentres. Exige responsabilidades a quien debes, primero a ti mismo por permitir lo que sea que te ocurra y segundo a aquellos que dirigen el cotarro que ya sabemos quiénes son.


Si de verdad todos los españoles hubiéramos dejado de consumir Coca Cola y productos de Panrico  la balanza no estaría tan a favor de las compañías, o puede que si, pero como no lo hemos hecho nunca lo sabremos ni nosotros ni los trabajadores que protestan cada día luchando por su puesto de trabajo.

Silvia Piquer.

12 marzo 2014

De la verdad y de la mentira sobre el espectador.





Para variar voy a hablaros de una serie enmarcada en el término de ciencia ficción y que bien podría ser un siniestro espejo donde mirarnos, como dice su creador “acerca de la forma en la que vivimos ahora y la forma en la que podríamos estar viviendo en 10 minutos si somos torpes”.

La serie se llama “Black Mirror” y si algo crea en todo aquel que la ve es una sensación de incomodidad que perdura. Y como no, es una serie británica. Pequeñas historias nos introducen en un mundo que no nos es ajeno pero al que ansiaríamos no pertenecer.

En concreto a mi me impacto tanto el primer capítulo de la primera temporada (que es la única que he visto entera aunque ya podéis encontrar la segunda) que no dejo de darle vueltas a un concepto del que ya he  hablado de diferentes formas en esta página.  El espectador.

Se ha teorizado bastante sobre el espectador, su condición y su evolución. En el arte se habla mucho del espectador pasivo o activo, aunque ciertamente, en términos más generales  la concepción que tenemos de un espectador es por si la de un ente pasivo que observa una realidad o ficción.

Radica el poder de entornos como la televisión o inclusive Internet (aunque muchos no estarán de acuerdo con que incluya la red en esto) en esa falsa sensación de actividad que produce en el que la mira. Cuando miramos Internet tenemos la sensación de estar “interactuando “con ella, sentimos que somos espectadores activos pues comentamos, damos a “me gusta” y creemos ser más conscientes de la elección en lo que vemos. Pero si lo pensamos bien, al final nuestra interacción es similar a la que hacemos cuando vemos una película en la tele con la que compartimos experiencias o nos sentimos identificados: nuestros actos o sentimientos quedan en un limbo propio o ajeno. La tele, si cabe,  engaña menos.

Vemos un video  en Internet sobre lo que está ocurriendo en Ucrania, creemos en lo que dice, y lo compartimos. Aquí acaba nuestra responsabilidad para con lo que ocurre en ese lugar. Nos hemos sentidos activos, hemos hecho el esfuerzo de compartirlo, y ahora orgullosos de haber realizado la buena acción del día podemos irnos a dormir totalmente tranquilos.

Porque no estamos hablando de bloggers o gente que se gana la vida a través de este medio, sino del mero espectador en que nos convertimos la mayor parte del tiempo que pasamos en la red o delante de la televisión.

Somos espectadores del miedo de otros, de su sufrimiento, de vidas que no viviremos, de cosas que nunca haremos, espectadores de nuestra propia vida que ahora juzgan otros a través de una pantalla y con nuestro beneplácito.


El espectador es ahora más que nunca sinónimo del ser humano, es en lo que nos hemos convertido después de siglos de evolución. 


Silvia Piquer.